Una vez alguien me dijo que tenía una
lista de cosas por las que merece la pena vivir. “No es una lista
típica”, intentó explicarme, “llena de posibilidades y
positivismo de ese de mierda. Es una lista útil, de la que coges
cuando sientes un vacío existencial infinito e inabarcable y la lees
con la sensación de que nada merece la pena y la vacuidad de la
existencia es lo peor que puede haber en el Universo, y se te pasa.
No se te pasa porque de pronto sientes la necesidad de cambiar el
jodido mundo, que está muy jodido, o porque reencuentras tu
espiritualidad perdida y te vas a un monte chino a raparte y hacer
budismo. Simplemente se te pasa porque tienes un libro para leer, a
tu madre que te va a hacer un cocido si la llamas y una lista de
canciones en spotify que te comprenden mejor que tu puto mejor amigo.
Es esa clase de lista”.
Recuerdo que le miré fijamente desde
detrás de mi capuccino con chocolate y dos de sacarina y que pensé: “este tío está muy loco”, y que cuando nos despedimos yo ya había
decidido que no quería volverle a ver, porque a mí las listas no me
gustan, y menos las útiles. Esas son horribles.
Pero el otro día se me ocurrió que,
si tuviera una Lista Útil para Las Jodidas Crisis Existenciales,
además de mi madre, el café y los cantautores irlandeses que ha
bendecido alguna divinidad celta, también pondría ahí el comprar
libros.
Entededme, yo no soy una persona
especialmente materialista. Tengo difuminado eso de la propiedad y la
posesión: le quito los pintauñas a mi hermana y siempre me olvido
de pedir de vuelta los libros que dejo. Que al final vuelven,
normalmente. Pero el caso es que amo los libros y, sin embargo, no
siento un vacío en el corazón ni ninguna de esas movidas que a
veces me cuentan sobre no poder dormir y necesitar tenerlos todos
ordenados en las estanterías. Menudas chorradas: mejor en el corazón
de una persona más que cogiendo polvo en mi habitación, digo yo.
Y a pesar de todo, comprar libros iría
en mi hipotética Lista. Pero no por el hecho de comprar, o de oler
las páginas de los libros, o poder palpar la historia y llevarte un
buen recuerdo. Es por ese momento en el que entras en una librería y
compras “un libro”. Un libro sin más, un libro que has visto ahí
y te ha llamado la atención pero no ha creado expectativas en ti y
te lo llevas en una bolsita pensando “bueno, un libro más, espero
que me entretenga unos cuantos días”. Pero entonces llegas a tu
casa, coges una taza de café, o chocolate, o lo que sea que bebáis
cuando pasáis una de esas tardes catárticas leyendo y pasando del
mundo de mierda que se hunde cada vez más y se hace pedazos. Y abres
el libro, ese libro que solo es uno más de los veinte mil que
podrías haber cogido, y empiezas a leer. Y sigues leyendo. Sigues,
sigues, sigues, y al final bebes el libro en vez del café, bebe tu
alma, tu corazón, tu mente, tu puto Ser está ahí bebiéndose una
historia contada con delicadeza, certeza y belleza. Con Arte, arte en
mayúsculas.
Es bonito enamorarse. Enamorarse de un
libro también es precioso. Porque a veces es lo que pasa: que te
enamoras. Que empiezas leyendo siendo una persona y cuando terminas
eres otra completamente diferente. O quizás solo sutilmente
diferente. Pero distinta al fin y al cabo. Miras el mundo y lo ves de
otra manera y recuerdas que ese libro cayó en tus manos por pura
casualidad, porque te perdiste caminando por ahí y acabaste en una
librería que parecía buena y entraste pensando: “no, hoy no me voy
a comprar nada”; pero lo haces. Compras un libro. Y, he ahí la
clave, te llevas un tesoro.
Esa es la clase de cosas que irían en
mi Lista para las Jodidas Crisis Existenciales.
Pero el caso es que, bueno, sigo
odiando las listas.